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     Hoy decidí salir a tomar el aire a un campo de amapolas. En su fragor, la amapola siempre me ha parecido ser una explosión de vitalidad, como si llevara consigo la esencia misma del verano, el calor y la luz.

     Lo curioso de las amapolas es que, a pesar de su belleza llamativa, tienen una naturaleza efímera. Su ciclo de vida es corto; florecen en primavera y se desvanecen con la llegada del otoño, como si el tiempo de su esplendor estuviera predestinado a ser fugaz. Es como si la amapola nos recordara que la belleza no siempre perdura, pero que incluso en su breve existencia, puede ser extraordinaria y transformadora.

     A veces, cuando paso frente a un campo de amapolas, me detengo a observarlas por unos minutos, casi como si ellas pudieran enseñarme algo sobre la vida misma. Hay algo tan sublime en su fragilidad, en esa capacidad de ser intensas y profundas sin necesidad de permanencia. Como si, al igual que los momentos felices, su valor no residiera en cuánto duran, sino en lo que nos dejan mientras están presentes.​

 

     Añoro cuando nos paseábamos por los prados y recogíamos

flores. Esta vez recogí unas y las pinté.

     Con cariño,

     Hilma.

II. Amapolas

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